Claudio y Rosita
Hablemos de teatro. De la satisfacción que me ha producido que dos de los mejores montajes de 2004 hayan pasado por el Lope de Vega de Sevilla. Me refiero a Yo, Claudio y a Doña Rosita la soltera. Ambos son los que tienen más candidaturas siete y cinco, respectivamente- en la VIII edición de los Premios Max de las Artes Escénicas, algo así como los Goya teatrales, que la SGAE entregará el 14 de marzo en Guadalajara.
Pude ver el Yo, Claudio, de Héctor Alterio, dirigido por José Carlos Plaza y en adaptación de José Luis Alonso de la obra Robert Graves. Si alguien tiene aún oportunidad que corra sin demora y asista a una de las representaciones teatrales más maravillosas de los últimos años. Que se asombre ante la actuación, llena de fuerza y matices, del genial actor argentino en un Claudio magistral, acompañado por la sabiduría de Encarna Paso como la malvada Livia. Que medite sobre esa reflexión en torno al poder en la Roma clásica, en el Berlín nazi o en el Bagdad destruido-, sobre los cimientos ensangrentados en los que se asientan una casta y un imperio. Que descubra la debilidad y energía de ese hombre casi incapacitado para el habla, tullido, emperador sin querer y sin ambiciones a la muerte de Augusto, pero consciente de sus responsabilidades; que ansía una verdad y un lugar digno en la historia incluso dos mil años después de muerto.
No pude asistir a la Doña Rosita de Verónica Forqué, con Alicia Hermida y Julieta Serrano, y dirigidas por Miguel Narros. Un Lorca menor, según algunos, pero siempre mágico. Los críticos, tan remilgados ellos, salvaron en su día las interpretaciones y destacaron el envejecimiento argumental de la obra. Hubo quien me contó que es un montaje hermoso y amable, e insistió, con gracia, en que no quedan Rositas tan frágiles, aunque sí solteras. Y eso que la Forqué quería que la obra cumpliera el deseo de Kafka y fuese el hacha que rompiera la capa de hielo del corazón de los hombres. (Y de las mujeres, supongo).
Pude ver el Yo, Claudio, de Héctor Alterio, dirigido por José Carlos Plaza y en adaptación de José Luis Alonso de la obra Robert Graves. Si alguien tiene aún oportunidad que corra sin demora y asista a una de las representaciones teatrales más maravillosas de los últimos años. Que se asombre ante la actuación, llena de fuerza y matices, del genial actor argentino en un Claudio magistral, acompañado por la sabiduría de Encarna Paso como la malvada Livia. Que medite sobre esa reflexión en torno al poder en la Roma clásica, en el Berlín nazi o en el Bagdad destruido-, sobre los cimientos ensangrentados en los que se asientan una casta y un imperio. Que descubra la debilidad y energía de ese hombre casi incapacitado para el habla, tullido, emperador sin querer y sin ambiciones a la muerte de Augusto, pero consciente de sus responsabilidades; que ansía una verdad y un lugar digno en la historia incluso dos mil años después de muerto.
No pude asistir a la Doña Rosita de Verónica Forqué, con Alicia Hermida y Julieta Serrano, y dirigidas por Miguel Narros. Un Lorca menor, según algunos, pero siempre mágico. Los críticos, tan remilgados ellos, salvaron en su día las interpretaciones y destacaron el envejecimiento argumental de la obra. Hubo quien me contó que es un montaje hermoso y amable, e insistió, con gracia, en que no quedan Rositas tan frágiles, aunque sí solteras. Y eso que la Forqué quería que la obra cumpliera el deseo de Kafka y fuese el hacha que rompiera la capa de hielo del corazón de los hombres. (Y de las mujeres, supongo).
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