Patria (II)
Sólo una madre puede guardar y descubrir estos tesoros. Una madre y una limpieza casual y a fondo. Es mi último carné. Desde los 3 a los 15 años fui al Sánchez Pizjuán cada domingo. En Primera o en Segunda; bajo el sol o bajo cero. Con mi padre, apelotonados de pie en Gol Sur, sin ver mucho más allá de los improperios que lanzaba el señor del asiento delantero.
Él, mi padre, se retiró hace unos años para huir del sufrimiento y poner a salvo el corazón. Fueron años duros, de pena y de penar. Ganar o perder contra el otro equipo de la ciudad era la excusa para anquilosarse en la mediocridad y el abatimiento. "Otro año igual" gritaba la grada como inútil exorcismo.
Así que a la salida de la adolescencia cambié aquella liturgia dominical. Pero nunca el sentir: Ya dicen que en esta vida se puede cambiar de todo, menos de equipo de fútbol.
Los últimos años han sido de gloria: dos copas de la UEFA, una Supercopa de Europa, otra de España, mejor equipo del mundo en 2006 y 2007, una Copa del Rey -aquella frente al Getafe, con mi padre y mi hija en la grada del Bernabeu, junto a 80.000 almas sevillistas.
Y ahí seguimos: terceros en la Liga, esperando al Barsa en la Copa del Rey y al CSKA de Moscú en Champions.
Una bendición.
Que no consuela a aquel chiquillo que lloraba desconsolado cuando un gol de Asensi a Rodri nos mandó a Segunda ni al tipo que se lame malhumorado tras cada derrota. Como la vida misma. El fútbol. Mi Sevilla.
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