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SOLLOÍNA

Manuel Pilar Romero

La firma de hoy (que no pude publicar ayer por problemas técnicos; es decir, de los ordenadores de los hoteles de Costa Ballena) es la de un joven licenciado en Periodismo por la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla, donde fue Premio Extraordianrio Fin de Carrera. Tiene un Master en Gestión de Empresas Audiovisuales y un Curso de formación complementaria en Comunicación y Defensa. Es doctorando del Departamento de Periodismo. Actualmente trabaja como redactor del programa cultural "El Público", de Canal 2 Andalucía, el segundo canal de la televisión autonómica. Detrás de esta profusión de datos hay un chaval de Cortegana (Huelva) que terminó la carrera hace apenas dos años y que estuvo a mi cargo en unas breves prácticas. Desde entonces somos buenos colegas y aspiramos a ser mejores amigos. En este artículo nos repasa los avatares de la semana con una mirada distinta.

Para que Europa en inglés se pueda decir Camden Town

Interculturalidad en inglés se dice Camden Town. Hace tan sólo unos días estaba paseando por este barrio de Londres y, oye, resulta que si, que la interculturalidad existe y la globalización no es metáfora, es realidad. Gente de todos los lugares del mundo convergen en aquel barrio donde los mercados abarrotan las calles hasta dejarte casi sin aliento, al paso por ese estallido de colores de los tenderetes que penden de las paredes, de los puestos de comida india, italiana, inglesa, mexicana, etcétera.

Productos de todo el mundo. Resulta paradójico, ¿verdad? Uno mira a Gibraltar, por cierto también de los ingleses, y piensa cómo los productos tienen las fronteras abiertas mucho antes que las personas. Aunque ahora parece que no del todo, pues nada más aterrizar en España, leo en la prensa que el proyecto comunitario para el comercio de servicios ha abierto una brecha entre Francia y la Comisión Europea. Chirac no está de acuerdo con la directiva Bolkestein, según la cual toda empresa de servicios de un estado de la Comunidad Europea podrá actuar en cualquier país de la Unión aplicando la legislación del país de origen. Los países con costes laborales más altos temen que las empresas de otras naciones que se establezcan en su territorio ejerciten una competencia desleal. Alemania y otros países como Suecia y Bélgica están de acuerdo con la postura de Francia. Reino Unido no, al parecer sus derechos sociales no son muy buenos. De todas formas, ellos suelen ir a su bola; Londres una ciudad preciosa, pero al revés. O si no que se lo pregunten a su príncipe Charles que acabará provocando huracanes, no por el aleteo de sus extremidades prominentes, que podría ser, sino porque se va casar con su eterna amante, Camila Parker Bowles quien, pese al no rotundo de la ciudadanía inglesa, se podría convertir en futura reina de Inglaterra, al menos que desde Westminster el Parlamento lo impida.

Al príncipe Carlos aún no se le ha pasado por la imaginación que la solución podría estar en nuestra profesión, si señor, en el periodismo, la profesión más bella del mundo según el laureado García Márquez, ahora en anexo complementario, también según el ilustre Príncipe de Asturias. Mire, señor Carlos, que fácil, casados y felices. En realidad, todos nos equivocamos. Además, es lógico, todo sucede tan deprisa que nos despistamos constantemente. Al final quedan dos cuestiones, las mismas de siempre: ¿quiénes somos y dónde estamos?, quién sabe. Hace unas semanas éramos ciudadanos saturados de información sobre el incendio del Windsor, sobre el desastre ocurrido en el barrio del Carmel de Barcelona o sobre la ceremonia de los Oscar en Hollywood. Como veis, las cosas más próximas parece que no existieron, se han silenciado. Dichosa enfermedad de la sociedad moderna, esta maldita amnesia. Y es que andamos locos de un lado para el otro, caminando también entre locos, entre personas que visten de negro y simpatizan con los dogmas hitlerianos, como el joven Jeff Weise de Red Lake, al norte de Minnesota, Estados Unidos. Se trata del chico de diecisiete años que el lunes pasado, antes de acabar con su vida, mató a su abuelo y a la compañera de éste, a cinco estudiantes, a un profesor y a un vigilante de seguridad.

Las personas mayores dicen que la humanidad está loca, y no les falta razón. No es normal que a principios de febrero nueve personas se suicidaran en Japón tras pactar la muerte a través de internet. Épocas sangrientas las que vivimos, cuando se conmemora ahora el segundo aniversario de la invasión a Irak. Miles de personas han muerto ya en esta guerra, qué fácil es quitar la vida, debió pensar el joven que vestía de negro, el loco Weise.

Lo mismo deben de pensar los padres de la estadounidense Terry Schiavo, que lleva quince años en estado vegetativo. Un juez de Florida, Whittemore, ha denegado la petición de los padres de la chica, que piden que le vuelvan a conectar las sondas de alimentación que hace una semana le quitaron por orden de otro magistrado. El marido de Terry quiere que se aplique la eutanasia, los padres de Terry se niegan, no quieren quitarle la vida. ¿Qué vida es esa?, me pregunto. No voy a entrar en esa polémica, de eso ya se ha encargado Amenábar y su película Mar adentro, recientemente galardonada con el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa. Los que si entran en estas cuestiones, como en todas, son los miembros de la Iglesia. L´Osservatore romano, es decir, el diario del Vaticano, no entiende la decisión del juez, no comprende cómo se le puede quitar la vida a Terry, ¿qué vida?, me pregunto una vez más. Está claro que el concepto de vida no lo tienen muy definido, sobre todo cuando aún mantienen como padre de la Santa Iglesia a un ser agonizante que debería estar recibiendo cuidados constantemente, sin que interrumpieran las atenciones médicas para cumplir con los saludos protocolarios desde su ventana. Su rostro, pese a que el Vaticano se ha encargado de no mostrar planos detalles del cuerpo del pontífice, denota un profundo sufrimiento. Cuántas necrológicas se habrán escrito ya sobre la muerte de Juan Pablo II. Seguro que muchas más de las que se han escrito sobre Clemente Domínguez, Gregorio XVII o el Papa de Palmar de Troya, como ustedes le quieran llamar, que fallecía el pasado martes, a los cincuenta y nueve años, en la localidad sevillana de Utrera.

Mis primeras pesquisas como investigador neófito me indican que el Papa Clemente pudo morir como consecuencia de la nueva moda instaurada por el PSOE, la moda de retirar las estatuas que recuerdan al régimen franquista. Clemente debió sufrir mucho cuando vio cómo quitaban la estatua ecuestre del general Franco, el mismo hombre al que él, desde su elevada posición, había canonizado junto a don Pelayo y junto a Carrero Blanco. Se lo tomó a mal el Papa que, en su juventud, fuera contable de una compañía de seguros de Sevilla. Todo lo contrario que Joaquín Sabina y Miguel Ríos que, después de una noche de juerga y para rematar la faena, pasaron por la plaza en la que unos agentes exiliaban al caudillo a un almacén del Ayuntamiento.

Parece que todo se agita pero no llega a estallar. Deben ser los efectos de la sociedad del espectáculo del señor Guy Debord que, por cierto, se hacía sus kilómetros hasta llegar a la capital andaluza para beber libremente absenta en sus tascas. Pues de eso se trata, señores de la Unión Europea, de que nadie tenga que hacer kilómetros para beber absenta, que los productos y las personas circulen libremente, sin tapujos, para que Europa en inglés se pueda decir Camden Town.

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