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SOLLOÍNA

Los adoquines y la playa

(Mientras buscaba documentación para un post sobre el 40 aniversario de Mayo del 68, avasallado por los colorines de los dominicales y las flores o vómitos de los columnistas, encontré ésto. Y ésto es el artículo que publiqué en la revista cultural El Abanto, de Sevilla, con motivo del trigésimo cumpleaños de la efeméride. Visto lo visto, pienso que sigue siendo válido).

Siempre he tenido una fijación especial por Mayo del 68. Por aquel entonces yo tenía siete años. No estuve, pues, en París, buscando la playa bajo los adoquines. Como le ocurrió, según ha escrito, a Muñoz Molina, en aquel entonces lo más importante en mi vida era la televisión que acababa de llegar a casa y que, bajo su halo de magia, congregaba a medio barrio en el estrecho saloncito de clase media baja. El descubrimiento fue años después, durante las ansias de la adolescencia, cuando las palabras se amontonaban como preguntas en los pasillos del instituto, entre profesores comunistas y socialistas. Un día, con los retoños del General aún ansiando la resurrección del difunto, alguien relató que  en el 68 el capitalismo mundial tembló por la acción revolucionaria de estudiantes y obreros franceses y por el rechazo a la Guerra de Vietnam; que el mundo dio la vuelta para la mujer y que el sexo era más libre desde entonces. (La primavera de Praga, en la que los tanques soviéticos aplastaron las reformas democráticas de Checoslovaquia, creaba divisiones y no estábamos para matices, así que se obviaba).

 

            Todo aquello lo contaba, con fervor no menos revolucionario, algún profesor que sólo había viajado a Madrid, y eso como premio de fin de carrera. Pero aquella troupe de adolecentes rurales caímos rendidos ante tamañas proezas, con un sólo pero: el sexo sería más libre para los franceses y los yanquis, porque nuestras chicas eran ninfas con alma de mártires, y nosotros, pecadores solitarios amenazados por el infierno atroz. Ahora sospecho que hubiésemos cambiado el sexo por la revolución a la primera oportunidad. No hubo tal oportunidad, así que nos dedicamos con esmero a lo segundo. De esta guisa,  algunos nos vimos, allá por la primavera del 78, ante una asamblea de jornaleros de Comisiones Obreras explicando que el hijo del obrero también tenía que ir a la Universidad.  Pero los trabajadores, ya entonces, estaban  más preocupados por el convenio de la aceituna, que se negociaba en las mismas fechas que nosotros iniciábamos la revolución.

 

            Mayo del 68 adquirió aura de santidad plena para mí en su décimo aniversario. Ahora tengo ante los ojos aquellos números sagrados de “El Viejo Topo” -para desmemoriados y jóvenes:  revista de debate marxista- y “Ajoblanco”, entonces libertaria y radical. Ahora rescato del fondo de mis vísceras  aquella lectura apasionada como una revelación. Más sesudos los del Topo, con su homenaje a los héroes de la revuelta. Allí estaban -están entre mis manos- el judío Cohn Bendit, o Dany el Rojo, el troskista Alain Krivine, el filo maoísta Geismar, el leninista Scalzone, la nueva izquierda de Enzensberger o el radical norteamericano Noam Chomsky. Los héroes... aun viviendo de su gloria, unos; de sus miserias, otros. Apesadumbrados por la derrota, los pesimistas; rememorando glorias los del optimismo histórico.

 

La introducción decía: “... algunas revoluciones, supuestamente fracasadas, constituyen, a la larga, éxitos mucho más sonados que los de las revoluciones unánimemente aclamadas como triunfantes”. Perdimos, pero ganamos (!).

 

            Más escépticos, los libertarios de Ajoblanco  lamentaron en su editorial de aquel aniversario el injusto devenir de la revuelta, ahora convertido en triste chalaneo de mercaderes: “Los grafittis que un día fueron la expresión espontánea, o casi, de un movimiento que, parecía, iba a transformarlo todo, ahora los vemos convertidos en sentencias que, como las de Epicúreo o Marco Aurelio, se prestan sólo a servir de cabecera a cualquier escritor, o para quedar como un rey ante los amigos y a continuación dejar ir unos leves pétalos de rosa”. Ganamos, pero el sistema nos asumió (!).

 

            La celebración de los veinte años del Mayo fue muy distinta. En Francia gobernaban los hijos de aquel movimiento, bajo la batuta incombustible de Mitterrand y su revuelto Partido Socialista. Aquí, después de los últimos redobles de los sables, aún pensábamos que bajo los adoquines estaba la playa socialista -era 1988-. Pero no íbamos a la revolución, sino al Mercado Común, de la mano de González, Thatcher y Kohl. Y éramos felices así, con nuestro economicismo democrático. Entonces yo ya tenía empleo fijo, familia, un ramillete de ilusiones nuevas y otro de ilusiones truncadas. Y Mayo del 68 era entonces un virus adolescente que me abrió algo más los ojos no para “tomar los deseos por realidades”, sino para entender realidades distintas y plurales.

 

            Ahora hemos celebrado el treinta aniversario de la revuelta. A “El Viejo Topo” se le llevó el lado oscuro de la Transición y hace mucho que no compro “Ajoblanco”, ahora más moderna e iconosclasta. La efeméride me llega en el papel cuché del suplemento de El País y, de todas las alabanzas, recuerdos y añoranzas, me quedo con la de Muñoz Molina,  otro adolescente rural que ahora talla la vida en palabras. En el 68, a su casa llegó la tele. Y a la mía. Y eso sí que ha cambiado el mundo. En el 98, navego por Internet a la búsqueda del secreto de otra revolución. Pero en este nuevo espectáculo tecnológico no olvido que aún hay que levantar adoquines... porque si debajo no hay playa, habrá que conquistar más libertad y más esperanza y más igualdad.

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